Viví 15 años en Argentina –entre 1959 y 1974– y amo ese país. Si me fui, fue por un asunto económico, no por mi voluntad. Yo había sido enviado por una compañía francesa como subdirector de NOVOBRA, Empresa Constructora S.R.L., una empresa dedicada a la construcción de rutas para la que trabajé casi catorce años.
–¿Todos sus hijos son nacidos en Argentina?
–No. Los tres primeros, Yves, Eric y Brigitte, nacieron en París, pero llegaron siendo muy niños a Buenos Aires. Los otros seis nacieron allá pero tienen la doble nacionalidad, franco-argentina.
–¿Por qué ama usted ese país?
–La primera cosa que uno siente al llegar, es que no va a tener ninguna dificultad en sentirse uno más de la población. En muy poco tiempo, un extranjero se siente también argentino. Al principio, me parecía muy raro ver que había muchos hijos de franceses que no decían una palabra en francés, pero luego me di cuenta que sus padres estaban tan cómodos e integrados, que ellos mismos cada vez hablaban menos en su idioma. Tuve ese problema con el primero de mis hijos que nació en Argentina, porque se negaba a hablar francés. Tuve que dejarlo aquí unos meses, en casa de sus abuelos, que no hablan español, para que finalmente empezara. Hoy, son todos perfectamente bilingües.
Creo que esa forma de integrarse de los extranjeros, tiene que ver con la forma de ser de los argentinos, su espíritu. Cuando yo llegué a la Argentina, en 1959, lo único que sabía decir en castellano era “si” y “no”, porque lo poco que había estudiado de español provenía de un manual francés, donde había aprendido algunas palabras españolas ¡que en Argentina no tienen significado! Pero los argentinos, si lo encuentran a uno por la calle, buscando algo y sin posibilidades de explicarlo, tratan de adivinar lo que usted quiere, se ayudan con gestos y muecas, hasta que al final consiguen sacarlo del trance.
Yo acababa de llegar y la mayoría de argentinos que conocía me preguntaban enseguida si iba a instalarme definitivamente en el país, si iba a adoptar la nacionalidad… Uno tiene la impresión de que, realmente, la gente se alegra de recibirlo. En aquella misma época, en París, era frecuente escuchar en el subte comentarios contra los extranjeros (por suerte, eso ha cambiado mucho ahora) y contra la gente “que viene a quitarnos el pan y el trabajo”. La diferencia con la forma en que me recibieron los argentinos me impresionó fuertemente.
Otra cosa que golpea a un recién llegado es la lectura de los diarios. La sección internacional es tan detallada y completa, que se puede seguir sin dificultad los aspectos esenciales de la política interior y la economía de la mayoría de los países… Hay una diferencia de preocupación esencial, una forma de mirar hacia el exterior que hace que los extranjeros se sientan tenidos en cuenta, considerados. Luego, el país es hermoso, desde las Cataratas del Iguazú hasta Tierra del Fuego y hay sol, mucho sol.
Claro que yo era directivo de una compañía francesa y tenía un salario y un modo de vida que no era precisamente el de la mayoría de los argentinos, pero de cualquier modo creo que es un país donde la mayor parte de la gente vivía feliz. Nosotros hacíamos una vida muy familiar (imagínese, con tantos hijos), pero de cualquier modo participábamos de otra de las características argentinas, al menos de Buenos Aires: salir seguido. Es notable cómo el porteño ama ir al cine, al teatro, comer en los restaurantes. En Buenos Aires, es raro que una familia no vaya al restaurante una vez a la semana, al menos.
–Pero los argentinos tienen defectos…
–¡Por supuesto, muchos! El principal, probablemente, es su concepción del dinero. Yo tengo la impresión que los argentinos creen que el dinero debe venir del cielo, de las carreras de caballos, del PRODE, no sé. En 1974, un obrero argentino ganaba relativamente mucho más de lo que trabajaba. Es notorio el caso de los portuarios, que cobraban salarios muy por encima de los precios internacionales. No sé, parece que ahora eso cambió mucho, porque el propio Martínez de Hoz ha dicho que el salario real ha bajado en un 50%, pero en la época de que yo le hablo, los obreros tenían un nivel de vida superior al que debería permitirles el trabajo real que aportaban. En esa época, reclamaban permanentemente cosas que no se correspondían con el trabajo que hacían. Creo que ese es el principal defecto de los argentinos: su concepción del dinero y del trabajo.
–Y de los gobiernos, ¿qué opinión se formó?
–Bueno, mientras yo estuve en Argentina, la mitad del tiempo hubo gobiernos militares, pero no tengo tampoco una buena opinión de los civiles…
–Usted llegó en tiempos de Frondizi…
–Sí, después hubo el golpe militar, Guido, Illia, otro golpe militar y luego el general Onganía, luego el general Lanusse…
–No, antes el general Levingston…
–Si, tiene usted razón, Onganía, Levingston y Lanusse. Después, las elecciones del 73, Cámpora, Perón e Isabel…
–Se olvidó de Lastiri…
–¡Ah, sí! Cámpora, Lastiri, Perón e Isabel. Yo me fui del país cuando ya estaba Isabel. A ver… Frondizi, Guido, Illia, Onganía, Levingston, Lanusse, Cámpora, Lastiri, Perón e Isabel. Diez presidentes en quince años.
–¿Contamos los ministros?
–¡No! (Domergue ríe) Allí si que nos fallaría la memoria. Pero, hablando en serio, la opinión que yo tengo de los gobiernos es que –discúlpeme, no voy a ser esta vez muy gentil con ustedes– todos sin excepción, civiles o militares, llegaban al gobierno para forrarse los bolsillos. Ya sea vendiendo chapas, como Alsogaray, de cualquier otra manera, pero no conozco políticos que consideren la acción de gobierno como otra cosa que un buen negocio. Escuché muchas veces decir a los argentinos que “sin gobierno andaríamos mejor” y uno está tentado de pensar que eso es cierto.
Cada vez que los civiles estaban en el gobierno, la economía andaba mal, había escándalos y entonces los militares tomaban el poder, para “poner orden”. Pero a los pocos meses todo andaba igual o peor, con la diferencia de que allí la cosa era más complicada porque los militares están armados… Yo, como mucha gente, cada vez que hubo un golpe militar, pensé que, andando tan mal las cosas, todo no podía sino arreglarse, pero después era igual o peor. Al final de cuentas, la única diferencia que existía era que los militares llegaban al poder con la fuerza y los civiles a través de las elecciones… así que el pueblo se quejaba menos de los gobiernos civiles, tal vez porque él mismo los había elegido.
–¿Cual de los gobiernos que usted conoció le pareció mejor?
–A mí me gustó uno que seguramente no le gustó a los argentinos: el del general Onganía. Creo que ese hombre era honesto y no trató de llenarse los bolsillos.
–Pero usted vio lo que pasó después…
–Sí, yo no digo que fue perfecto. Onganía se equivocó, porque en vez de reprimir al pueblo, tendría que haber organizado un referéndum para ver si la gente estaba de acuerdo con su golpe de Estado. Como extranjero, yo siempre me abstuve de intervenir o juzgar en política, pero me parece que hubo problemas entre militares. Creo que Lanusse se puso contra Onganía… En fin, no sé.
–¿Cómo se sentían sus hijos en Argentina?
–Los tres nacidos en Francia, al cabo de unos pocos años eran más argentinos que franceses. Tanto que el mayor, Yves, se negó dos veces a venir con nosotros de vacaciones a Francia. Quería quedarse a recorrer el país con sus amigos argentinos. Es una lástima, porque ahora no sé si va a poder conocer su país de nacimiento… Los otros seis fueron naciendo allá, así que naturalmente, eran argentinos. Creo que ahora el proceso va a invertirse con los más chicos, que llegaron de vuelta a Francia siendo muy pequeños y, de aquí a unos años, se sentirán más franceses que argentinos.
–¿Y su señora?
–Le gustaba la Argentina, pero le resultó más fácil volver a Francia porque ella es parisina y tiene toda su familia aquí. Yo soy nacido en Egipto y mis parientes, aunque son todos franceses, están instalados en África desde varias generaciones. Por otra parte, fue ella la que sufrió más las dificultades económicas que atravesamos en nuestros dos últimos años en Argentina. Estábamos acostumbrados a vivir muy cómodamente, con personal de servicio en la casa y, de golpe, hubo que pasar estrecheces. De manera que para ella fue un alivio cuando yo me decidí a volver a nuestra patria.
UN EMPRESARIO NACIONAL
–Usted dijo al principio que abandonó la Argentina por razones económicas…
–Sí. En 1973; dejé la empresa e intenté instalarme por mi cuenta, en el negocio de la informática. Adquirí una computadora pequeña y formé una sociedad. Lamentablemente, en ese momento comenzaban los problemas económicos serios (la situación no era tan grave como ahora, pero empezaba) y los dueños de empresa a los cuales yo me dirigía, me decían que mi propuesta era muy interesante, que mi sistema podía proporcionarles el doble de información de que disponían por la mitad del precio, pero que eso los obligaría a desprenderse de dos o tres empleados, lo que resultaba imposible.
En Argentina, las posibilidades de crecimiento para la pequeña y mediana industria, a partir de cierto nivel, son casi nulas. Llega un momento en que toda modernización, en lugar de suponer un aumento de la producción y de los negocios, conlleva una reducción de la infraestructura, pero sin posibilidad de aumentar la producción. Yo comprendía bien la posición de estos empresarios y, más que eso, los felicitaba porque, en el plano humano, su decisión de mantener a los empleados, aún a costa de renunciar a abaratar los costos y modernizar la empresa, era encomiable. Pero yo no podía vivir de promesas “para cuando todo mejore”. Una empresa marcha con contratos, no con promesas, así que al cabo de un año y medio de ensayos, viendo que la situación económica se agravaba, decidí volver a Francia con toda mi familia. Tengo nueve hijos, de manera que no puedo correr el riesgo de un quebranto económico (¡se imagina lo que es dar de comer a toda esa tropa!) y esa era mi perspectiva inmediata en 1974.
–Si me permite hacer un balance y una comparación, de los quince años que pasó en Argentina, plenamente integrado al país, durante trece gozó usted del status de un ejecutivo extranjero, en tanto que, en los dos últimos años, se vio obligado a hacer la experiencia de un pequeño empresario nacional…
–Sí, sí, fue exactamente eso. Porque allá por 1972 la empresa francesa para la que trabajaba, estudiaba la posibilidad de salir del país. Todo era muy inestable y, como yo quería quedarme, me decidí a dejar la empresa e intentar algo por mi cuenta. Pero elegí el peor momento. Yo me había dado cuenta que las computadoras que había allá eran muy grandes, lo que suponía contratar trabajos de muy largo plazo y de alto costo. Pero no había nada para el mediano nivel.
Compré una computadora pequeña y pretendí ofrecer un servicio computado de sueldos y jornales, revalúos, etc. Con los revalúos pude trabajar bastante, porque la inflación era tan grande que había que recalcular permanentemente los precios de compra, intereses, amortizaciones, etc. Eran cálculos muy largos y demasiado sistemáticos para hacer a mano… Pero la situación económica de las empresas medianas no daba para más. La misma inflación que a mí me proporcionaba algo de trabajo, asfixiaba a las empresas, lo que era un círculo vicioso. Y eso que entonces no era tan grande, algo así como el 30% anual. Cuando volví, en 1976, para reclamar por mi hijo Yves, algunos amigos me dijeron que, con Martínez de Hoz, ¡el interés bancario era del 10% mensual!
–¿Y qué impresión le dejó esa breve experiencia de “empresario nacional”?
–Bueno, que es muy difícil trabajar en esas condiciones. No puedo decir mucho más sobre la empresa nacional argentina, porque fue muy poco tiempo, pero sí que, desde entonces, el dinero no tiene el mismo valor para mí. No es la respuesta de un empresario la que le doy, sino una simple experiencia personal. En esa época difícil, nunca pasamos hambre, ni mucho menos, pero desde que llegamos a estar verdaderamente angustiados por esa posibilidad, algo cambió en mi concepción del dinero. Ahora, cuando tengo que discutir una diferencia de 100 francos en el salario de un obrero, mi percepción de su problema es totalmente distinta. Antes tenía tendencia a pensar: ¡cómo vienen a molestarme por un problema de 100 francos! Y era lógico, si usted quiere. A mí nunca me habían faltado 100 francos…
YVES
Mi hijo Yves desapareció en setiembre de 1976. Nosotros hacía ya un año y algunos meses que estábamos en Francia. Yves había quedado en Argentina porque deseaba terminar sus estudios de ingeniería. Eric estaba también allí en ese momento, pero incidentalmente. Según nos escribió, Yves entonces iría a la ciudad de Rosario a buscar trabajo y quedarse por un tiempo, porque “la facultad estaba imposible”. Se refería a que muchos de sus compañeros de estudio habían desaparecido.
Yves había trabajado un tiempo conmigo en el negocio de informática y parece que en Rosario le habían ofrecido trabajo, en una sucursal de la empresa norteamericana que fabrica las computadoras. Un tiempo después de haber partido, escribió a Eric, que estaba en Buenos Aires, diciéndole que el trabajo no se había concretado y que en una semana regresaría. Nunca más supimos nada de él.
Cuando pasaron más de veinte días desde que escribió, Eric pensó que le había pasado algo. En ese momento, el país vivía un clima de violencia terrible. Todos los días desaparecía gente, aparecían cadáveres en las calles. Eric se asustó y me envió una carta, que yo recibí el 30 de octubre. El 31 era sábado, de modo que yo llamé el día 2 de noviembre a la embajada de Francia en Argentina. Me dijeron que Eric debía retornar inmediatamente a Francia. “Si Yves ha desaparecido, Eric va a correr la misma suerte si permanece en el país”, me dijo el vicecónsul. La propia embajada se encargó de enviar a Eric a Francia.
El mismo día que llegó, 12 de noviembre, tomé el avión para Buenos Aires. Lo primero que hice fue presentar recursos de habeas corpus en Buenos Aires, Rosario y La Plata. Parece extraño, pero en realidad no sabíamos dónde había sido secuestrado mi hijo. Quizá en Rosario, donde se encontraba, o quizá en el trayecto entre Rosario y Buenos Aires (por eso el recurso en La Plata, que es capital de provincia), o también al llegar, ¡quién podía saberlo!
En los tres sitios me respondieron con la misma fórmula: “no podemos recibir el habeas corpus, porque su hijo no está en poder de las autoridades”. Un sistema original… “no lo tenemos, ¿cómo vamos a recibir el hábeas corpus?” Mi hijo se había evaporado… Me quedé en total una semana en Argentina, pero no pude obtener ninguna información.
El ambiente era terrible. En la embajada de Francia me advirtieron que tuviera cuidado al marchar por la calle; sobre todo, que no hablara con desconocidos. Me contaban que mucha gente había sido secuestrada por detenerse a encender el cigarrillo de alguien. La policía llegaba y, alegando que el sujeto “estaba siendo vigilado” ¡se los detenía por conspirar! Lo grave del caso es que parece que mucha de esa gente no apareció nunca más… En la Argentina de esos días, la gente evitaba hasta saludarse por la calle.
Poco tiempo después de regresar a París, recibimos una carta de la Argentina. Alguien, que evidentemente firmaba con seudónimo, nos decía que Yves había sido secuestrado en plena calle, en la ciudad de Rosario, por miembros del Batallón de Comunicaciones 121, perteneciente al ejército. El que nos escribía era evidentemente un amigo argentino de Yves, ya que la carta estaba escrita en un francés “traducido” del español, llena de expresiones muy poco francesas. Esta persona nos decía que Yves estaba aún en el Batallón de Comunicaciones, que había sido muy torturado, pero que estaba con vida. Nos recomendaba dar la mayor publicidad posible al asunto, ya que su condición de ciudadano francés podía contribuir a salvarle la vida.
–¿Y qué hizo usted entonces?
Fui a a ver al embajador argentino en Paris, Tomás de Anchorena. Me recibió muy amablemente, dijo que iba a abrir un expediente sobre el caso y que se iba a ocupar. Lo he visto ya tres o cuatro veces y siempre me ha contestado lo mismo. Me dirigí al gobierno francés, a la Cruz Roja, a Amnesty International, a las Naciones Unidas… a todos los organismos que pudieran hacer algo por Yves o que tuvieran algo que ver con la Argentina. Con mi hijo Eric, que me ayuda en la búsqueda de su hermano, porque yo no puedo ocuparme de todo, escribimos a Jimmy Carter, a Edward Kennedy, a todas las personas que pudieran mostrarse sensibles e influir de alguna manera. Comencé también a visitar periodistas franceses, tratando de que la prensa comenzara a ocuparse del problema de los franceses desaparecidos en Argentina. Finalmente, fundé junto con otros familiares de desaparecidos y prisioneros, la Comisión de familiares de ciudadanos franceses prisioneros o desaparecidos en Argentina y Uruguay. Esta comisión resultó muy efectiva, a pesar de que estamos lejos de haber obtenido la liberación o noticias de todos nuestros familiares. Yo me di cuenta que, solo, no podría seguir avanzando. Usted no se imagina el tiempo que toma ocuparse de un asunto así. Hay que ir a ver periodistas, parlamentarios, funcionarios. Hay que escribir cartas, hacer citas y antesala, contactar decenas de personas. Yo trabajo muchas horas por día y tengo muchas responsabilidades, así que me resultaba materialmente imposible ocuparme. La comisión nos permitió multiplicar las fuerzas de cada uno de nosotros, repartirnos el trabajo. Así fue que conseguimos, hasta ahora, la liberación de cuatro o cinco prisioneros. No hubo absolutamente ninguna novedad respecto a los desaparecidos.
–¿Influyó mucho el hecho de que se trata de ciudadanos franceses?
Sí, sin duda. Para cualquier gobierno es embarazoso reprimir a ciudadanos extranjeros. Los que la comisión pudo rescatar hasta ahora deben su libertad al hecho de ser franceses, porque los pobres argentinos ¡quién sabe cuándo podrán volver con sus familias! Pero, sin embargo, no fue tanto como yo pensaba al principio. Yo creía que con la publicación de algunos artículos de prensa bastaría para obtener noticias de mi hijo, pero no hubo nada que hacer. Con el tiempo, me fui dando cuenta que los militares argentinos están decididos a cualquier cosa y desprecian a todo el mundo. Usted vio que Videla se tomó más de dos meses para responder a Giscard con una vaguedad…
No digo que el gobierno francés no haya hecho nada, pero creo que nunca se puso firme con los militares argentinos. El Quai d’Orsay se enojó hace poco con los uruguayos por el caso del joven Conchon. Hacía más de dos años que este francés estaba detenido en el Uruguay, sin que lo juzgaran. Bastó que el gobierno francés presionara realmente para que, en diez días, lo juzgaran y decidieran expulsarlo del país. En fin, que ahora está libre.
El gobierno francés podría hacer mucho al presionar. Los militares argentinos tienen aviones Mirage, tanques AMX 13; allá tenemos la Renault, Citroën, Peugeot y otras empresas; son muy dependientes de la industria francesa. Bastaría que Francia anunciara un día que no hay más repuestos, o 1a cancelación de patentes, o cualquier medida efectiva de ese tipo y ya vería cómo tendríamos enseguida noticias de todos nuestros compatriotas. No comprendo bien por qué no lo han hecho hasta ahora. ¿Qué tiene esa gente en la cabeza?
–¿Usted cree que su hijo Yves estaba mezclado en algo, que había hecho algo grave?
–Ya le dije que cuando secuestraron a Yves, ya hacía casi dos años que yo no vivía en Argentina. No puedo decir qué es lo que él hacía exactamente. Pero conozco a mi hijo. Yo lo eduqué y viví con él todo el tiempo. Sé que, por ejemplo, no es un criminal. Pero voy a darle la misma explicación que no ceso de repetir desde que esto comenzó: la misma que he dado a los periodistas, a las autoridades francesas, a todo el mundo. Primero, que resulta evidente que en la Argentina no hace falta un motivo para asesinar, secuestrar o arrestar a la gente. Cualquier excusa vale. Por ejemplo, Yves había estudiado en el liceo franco-argentino y allí hay varios amigos suyos que han sido secuestrados o están en prisión. Podrían haber ido a buscarlo nada más que por encontrar su nombre en un cuaderno, en una carta de cualquiera de sus amigos.
Segundo, y preste atención a esto que voy a decirle, porque para mí es muy duro e incluso me ha creado problemas con mi mujer y con mis hijos: si Yves ha hecho algo y si eso puede ser probado por un tribunal legal y competente, yo estoy dispuesto a aceptar cualquier condena para él. Incluso la pena de muerte. Soy francés y sé muy bien que si yo mañana cometo aquí un crimen, van a mandarme a la cárcel y hasta es posible que me guillotinen. Pero se me va a juzgar públicamente, se me va a dar posibilidad de defenderme, habrá apelaciones, etc. Nadie va a hacerme desaparecer por años, nadie va a torturarme ni a hacer justicia por su cuenta.
Si todo se hace legalmente, yo acepto cualquier circunstancia, por dolorosa que sea. Cuando digo legalmente, no me refiero a la legalidad de la Argentina de hoy, sino a normas de legalidad que son universalmente reconocidas. Por testimonios que hemos recibido de los franceses que han sido liberados, allá una prueba de pertenencia a la guerrilla consiste, por ejemplo, en tener una escopeta de caza. Esto le pasó al francés Guillemot, que estuvo 4 años en la cárcel por ¡posesión de armas de guerra!
Cuando estuve por última vez en Argentina, me contaban que los propios militares ponían armas en el domicilio de las personas que luego acusarían de pertenecer a la guerrilla… Por eso, hay que ver qué es lo que estos señores llamarían “pruebas” en el caso de un juicio, pero yo insisto: en condiciones normales y legales, yo aceptaría cualquier castigo. Lo que es inadmisible es esta forma de proceder, este repetir “no lo conocemos”, de proceder como si mi hijo nunca hubiera existido, cuando se sabe cómo lo detuvieron, dónde estuvo… Yo creo en la veracidad de esa carta que recibí, porque, ¿quién, sino un amigo de Yves, iba a disponer de mi dirección y tomarse el trabajo de escribirme? ¿Quién, sino un testigo, podía saber que Yves había desaparecido?
–Usted dice que conocía a su hijo. Todo padre que conoce a sus hijos sabe cómo piensan, cuál es su carácter. Usted afirma, por ejemplo, que su hijo no es, no puede ser, un criminal. Pero podría no obstante haber hecho algo grave…
–Sí, sin duda. Pero ¿qué es “hacer algo” en la Argentina de hoy? Aquí, en Francia, hacer algo contra la ley está bien especificado. “Hacer algo” en un país democrático y civilizado es algo preciso, que tiene más o menos el mismo valor para toda la comunidad y, sobre todo, para las autoridades. Pero en Argentina, ser “subversivo” es, por ejemplo, no estar de acuerdo con el gobierno Yo conozco a varias francesas que tuvieron que abandonar la Argentina luego del golpe militar. Habían recibido amenazas, su vida corría peligro. ¿Sabe usted lo que hacían? ¡Eran asistentes sociales! Iban a las villas miseria a ayudar a los necesitados, cuidaban niños mientras la madre trabajaba y cosas así… Esto parece que es subversivo para los militares. Aquí, en Francia, la de asistente social es una profesión legal, pagada incluso por el gobierno. Ser sindicalista es subversivo en Argentina. Aquí, entre el 70 y 80 por ciento de los trabajadores están sindicalizados y la actividad sindical es respetada. ¿Qué puede significar “hacer algo” en la cabeza de los militares argentinos?
–¿Le quedan esperanzas de que su hijo esté vivo?
–Sabe, no lo sé. Se calcula que hay entre 25 y 30 mil desaparecidos en Argentina. No creo que haya una cifra semejante de prisioneros, porque los campos de concentración deberían ser enormes y por los datos que han podido recogerse hasta ahora, parece que hay varios campos diseminados por todo el país, pero relativamente pequeños, incapaces de alojar 30 mil personas. En una de mis visitas al Quai d’Orsay, un funcionario me confió que, de acuerdo a cifras que manejaría el departamento de Estado norteamericano, no habría más de 300 ó 400 desaparecidos con vida…
–Si eso es así, significa que se ha asesinado a más de 30 mil personas, porque habría que agregar los 6000 muertos más o menos reconocidos por las propias autoridades argentinas…
–Sí, 30 mil personas, entre las cuales podría estar Yves. Hay sólo una posibilidad entre 100 de que mi hijo esté con vida. Pero creo que él tiene, si cabe, algo más de chance, porque es francés. Si no lo mataron en los primeros días de su detención, podrían haberlo dejado con vida cuando yo empecé mi campaña internacional, pensando que en algún momento ese muchacho podría servirles de algo. Por eso creo que, como le dije antes, sólo el gobierno francés tiene posibilidades reales de darnos noticias de nuestros familiares. En cualquier negociación económica, compra de cereales, venta de armas, no sé, en cualquier momento así, bastaría poner sobre la mesa una condición: queremos a todos nuestros compatriotas. Pero, hasta ahora, eso no ha ocurrido.
LA OTRA ARGENTINA
–Señor Domergue, usted ha pasado la tercera parte de su vida en Argentina. Tiene 6 hijos nacidos en ese país. De no haber sido por ciertas dificultades económicas, se habría quedado allí. Con todo esto que ha pasado, ¿cuáles son sus sentimientos?
–Con franqueza, siento un poco de rencor. Dolor, por cierto, porque he perdido a mi hijo mayor y no sé si voy a recuperarlo ya. Pero hacia el país, aunque lo sigo amando, pasé allí la tercera parte de mi vida y formé casi toda mi familia, no puedo dejar de sentir un poco de rencor. Hay que ver que para mí la Argentina era algo así como el paraíso. Cuando regresé a Francia con mi familia, en 1974, recuerdo que hacíamos cálculos ¡para ir de vacaciones a la Argentina! Pensábamos que iba a tomarnos más de un año instalarnos y recuperar nuestro ritmo normal de vida, pero más o menos para el Mundial de fútbol, podríamos todos tomar un charter y pasar unas semanas allá.
Después ocurrió lo de Yves y ahora, imagínese, ¿cómo volver a un país donde un hijo ha desaparecido sin explicación, sin dejar huellas, donde nadie está seguro? Hubo un momento en que yo pensé en instalarme en Argentina hasta obtener noticias de Yves, pero mi familia temía que a mí también me pasara algo. Entonces pensé que por uno de mis hijos no podía dejar a los otros ocho, porque, además del riesgo, había que trabajar para mantenerlos.
De modo que siento rencor, pero no hacia los argentinos, sino hacia el estado de cosas que vive el país. Es curioso… ¿usted sabe que varios franceses que viven en Argentina han venido a verme para decirme que cese con mi campaña internacional, que me calle la boca, que “no se puede criticar así al gobierno militar”? Me pregunto qué dirían si fueran los hijos de ellos los desaparecidos… Yo le digo que, hasta que no aparezca Yves, no conseguirán hacerme cerrar la boca.
–De su actividad con los familiares de presos y desaparecidos, de todo esto que le ha ocurrido, ¿qué experiencias extrajo?
–Bueno, creo que descubrí un país que no conocía. En todos los años que pasé allá, yo frecuenté permanentemente abogados, médicos, gente de mi misma condición social. Con el medio obrero no había tenido prácticamente contacto, salvo cuando discutía con los dirigentes sindicales los problemas laborales. Como le digo, yo conocía solamente mi medio social. Aquí, hablando y trabajando con familiares de prisioneros y desaparecidos argentinos y franceses, descubrí un rostro de la Argentina que no me hubiera imaginado. Me enteré que en el interior del país todavía existen peones que ganan salarios de miseria, que ni siquiera cobran en efectivo, sino a través de un bono que les da el patrón y que les sirve para comprar alimentos en los almacenes que pertenecen al patrón. Eso me sorprendió muchísimo. Nunca hubiera imaginado que esas cosas pasaban allá. Es como en el tiempo de los esclavos, porque un hombre que ni siquiera puede cobrar un salario miserable en dinero, es como si perteneciera al patrón, como si dependiera totalmente de él. Algunas monjas francesas que trabajaron durante años en Argentina me cuentan que en el norte del país hay patrones que cobran la ayuda del Estado en nombre de los peones ¡y les dan un bono!
–O sea que, en quince años, nunca se asomó a ese tipo de realidad…
– Yo conocía la Argentina turística, los sitios donde va la gente a veranear. La Argentina no es como cualquier país del África, donde al lado del lujo uno puede ver, oler, tocar, la miseria más espantosa. Allí puede uno pasar años sin saber que eso existe Yo había tenido referencias de la miseria, porque mis hijos Yves y Eric me lo habían contado. Ellos me insistían sobre ese “otro país” que había dentro de la Argentina. Pero, usted sabe, los jóvenes siempre exageran un poco esas cosas… Conocí también a una señorita francesa, ya de cierta edad, que tomaba sus vacaciones entre las tribus indígenas del Chaco, enseñando a tejer a las mujeres para que pudieran ganarse la vida en alguna cosa. Ella también me había contado algo, pero, ¿sabe?, en un país así, uno no lo cree del todo hasta que no lo ve, hasta que no conoce a la gente que sufre esa situación.
–Pero en plena ciudad de Buenos Aires hay enormes villas miseria…
–Sí, de eso sabía y las había visto (aunque usted sabe que no es fácil tampoco, no es como Río de Janeiro, donde basta levantar la cabeza hacia el morro para verlas), pero creo que ése es un fenómeno bastante particular. Mi hijo Yves, que tenía muchas inquietudes sociales, me explicaba que en Argentina, a pesar del horror que uno puede ver en las villas miseria, para los habitantes siempre es mejor estar allí que en las infernales condiciones del campo, donde no hay trabajo, ni tierra, ni escuela, ni nada. También hay que ver que hay grandes diferencias entre las distintas villas miseria. Yo sólo vi las menos miserables, por ejemplo una donde vivía una muchacha de servicio que teníamos en Buenos Aires. Las casas eran de ladrillo y, en general, tenían lo necesario: heladera, televisor, etc. No conocí las verdaderamente miserables, pero cuando uno sabe que esa gente, aún en las peores condiciones, no volvería a su lugar de origen por nada del mundo, termina por pensar que las villas miseria son un mal necesario.
–¿Volvería a la Argentina, señor Domergue?
–Claro que sí. Ya le he dicho que amo ese país. He pasado allí muchos años, tengo muchos amigos. Creo además que es un país con futuro. Es enorme; tiene minerales, petróleo, uranio, una tierra riquísima, una población culta, buenos técnicos, buena mano de obra… Claro que volvería a vivir y a trabajar allí. Pero antes, debería encontrar a mi hijo Yves y saber que el país está gobernado por demócratas y gentes de bien, que nadie corre ya el riesgo de ser asesinado o secuestrado en la calle, a plena luz del día, sin que nunca más vuelva a saberse que ha sido de él.
(El 20 de noviembre de 1982, casi cuatro años después de esta entrevista, Jean Domergue volvió a visitar la Argentina. Pasó allí una semana en compañía del abogado Jacques Miguel, de la Asociación de Parientes y Amigos de Franceses desaparecidos o detenidos en Argentina y Uruguay, tratando infructuosamente de entrevistarse con las autoridades militares. Pudo conversar, no obstante, con el Nuncio Apostólico, Monseñor Ubaldo Calabresi, con el Juez Mario Justo López, de la Corte Suprema de Justicia, con los precandidatos presidenciales Osvaldo Caffiero y Raúl Alfonsín y con un Comisario Mayor de apellido Blottner, en la Policía Federal. Me confió que “quería enterrar el hacha de guerra; no hablar de justicia, sino simplemente lograr la aparición de los desaparecidos aún con vida”, pero que no pudo siguiera plantear el problema. Le pregunté, por último, qué hará en el futuro. Me respondió: “insistiré de inmediato, ante el próximo presidente constitucional de la Argentina”.) |